Amazonas I

El Amazonas y el Orinoco son dos destinos que siempre han estado presentes en la mente de cualquier cineasta. Su sola mención genera toda una colección de imágenes sobre exploradores, aventureros, ciudades perdidas en la selva, animales extraños y salvajes, noches en vela plagadas de ruidos intimidantes, peligros desconocidos y desde luego Indígenas. Ellos son el tesoro de estas tierras.

Yanomamis los hijos de la Luna.

Yanomamis los hijos de la Luna, Ye’kuana a los que llamamos  Maquiritare, los E’ñepa o mis queridos Panares (que me enseñaron a dormir sobre un chinchorro en la selva) que no conocen la palabra “Jefe” y se gobiernan colectivamente evitando siempre el conflicto. Pero también la “Gente de la Sabana”, los famosos Guahibos (los Híwi) guerreros del río Meta y como no los Piaroas, por los que tan bien fuimos acogidos en distintas situaciones y que en tantas ocasiones intentaron transmitirnos su negación absoluta de la violencia física, venga esta de donde venga. Y los Caribes desde luego.

Y estos por solo mencionar aquellos que he podido conocer y con los que he tenido la ocasión de estudiar (y filmar en algunas ocasiones y para distintas series o documentales) sus costumbres y su forma de afrontar la vida.

Guyana, Brasil, Colombia o Venezuela albergan en la actualidad a estas y otras comunidades maravillosas de las que tanto nos queda por aprender y con las que tenemos una deuda (que jamás podremos pagar íntegramente) difícil de satisfacer por cuenta de haber irrumpido en su historia sin haber sido invitados a ello.

Hay películas o series de televisión que marcan nuestras vidas, a veces casi sin que nos demos cuenta de ello. Recuerdo con gran nostalgia aquellos capítulos del “Hombre y la Tierra” en donde el mito, Félix Rodríguez de la Fuente nos ponía al descubierto los misterios del Yopo y de los Yanomamis, el pueblo mágico que habitaba las selvas caducifolias del Alto Orinoco. Apenas un adolescente, veía con fruición aquellas imágenes que me transportaban a otros mundos que soñaba lejanos e inaccesibles. Años después el sueño se convirtió en dos series de televisión y un documental filmado en los mismos sitios que el gran naturalista había descubierto para todos nosotros.

Aunque he podido navegar tanto por el Amazonas como por el Orinoco (y por algunos de sus enormes afluentes) ha sido en  Manaos (Brasil)  Puerto Ayacucho (Venezuela) y puerto Carreño (Colombia) desde donde se han organizado las mejores salidas en las que he podido participar. Dejando atrás el Río Negro (el Amazonas) para tomar el Madeira hasta Porto Velho o viajar desde Puerto Carreño, para sumergirse, durante dos o tres días por el río Meta hasta Puerto Gaitán (en Colombia) o navegar por los interminables meandros del Parguaza, una vez dejado atrás el Orinoco, son experiencias inolvidables.

Doscientos kilómetros en un par de viejos Land Rover…

Casi doscientos kilómetros en un par de viejos Land Rover nos llevaron por caminos de tierra, (que acabaron por hacerse insoportables) hasta donde debíamos embarcar al amanecer siguiente. Pasamos la noche acomodados como pudimos en los viejos vehículos, para muy de mañana, recuperados tras un abundante desayuno (caraotas calientes, yuca y una café negro y espeso inolvidable) cargar todo nuestro equipo, una Panasonic M10, dos Betacam SP y mi muy querida cámara de cine Eclair de 16 mm.  Las cajas correspondientes, trípodes, material virgen, víveres, las mochilas…

El alto Orinoco se presenta ingobernable. Es la temporada de lluvias y las tormentas se desatan con una facilidad increíble. Nuestro bongo de diez o doce metros de eslora (equipado con un viejo y cascarrabias motor fueraborda de los años sesenta) hace un ruido ensordecedor que acaba por atontarnos. Las horas pasan lentamente. Hoy no paramos para comer, todavía nos queda un día y medio de viaje en la canoa y no es cuestión de perder el tiempo. Nos acompaña un reportero (Beppe Costa, siempre pensando en su amada Lombardía) de la RAI cargado con sus magníficas y flamantes réflex y desde luego nuestro guía, Rubén, buen conocedor de la zona y excelente conversador. Además, como no podía ser de otra manera, el patrón de la barca. Un grupo variopinto, donde la camaradería se impone por encima de las incomodidades.

Durante todo el recorrido fluvial vamos acompañados de garzas, grullas, paujís y piapocos. También nos parece ver, cada pocos tramos de río, alguna tragavenados (anaconda) haciéndonos la competencia por llegar a ninguna parte. La vegetación es espléndida y nos hace sentirnos pequeños y como perdidos en esta inmensidad de meandros que no parecen acabar nunca. Me recuerda mi anterior expedición, más modesta que esta, donde pude conocer un poblado Piaroa y que fue mi primer contacto real con los indígenas de la Amazonía.

La noche nos trae nuevas incomodidades, afortunadamente la lluvia torrencial ha dado paso a los cientos de sonidos dispares de la selva. Aquí y allá, todavía en el atardecer descargamos del bongo lo más básico para pernoctar (yo paso del chinchorro y duermo en el bongo, bajo la toldilla) mientras vemos algún tucán rezagado (y espléndido) volver a su hogar. Habrá que tener cuidado con las babas (cocodrilos autóctonos) las serpientes, las arañas…  Al final todo te da un poco igual y caes derrengado en un duermevela en el que pueden más los nervios que el propio cansancio. Llevo un pequeño cuchillo ceremonial (más como adorno y para sentirme como Indiana Jones que por su propia efectividad ya que es todo de madera) que me regaló en Puerto Ayacucho un buen amigo de la tribu Topochito  que ya hace años vivía desplazado de su vieja comunidad de Monte Blanco y que se me clava en el costado cada vez que caigo dormido. Al final acabo por tirarlo a un lado del bongo y puedo descansar un poco. Hoy día luce, flamante, junto con mi colección de arcos, flechas, carjacs, etc., en una estancia de mi casa.

Estamos comidos por los zancudos…

Otra jornada más navegando nos hace parecer casi expertos aventureros. Barba de varios días y algún baño esporádico en el Orinoco nos da un aspecto desaliñado muy a juego con lo que estamos viviendo.

Estamos comidos por los zancudos, los mosquitos y las moscas, en especial los jejenes, esos habitantes autóctonos de la selva con una capacidad chupadora que no deja de sorprenderme. En esta ocasión he contado más de cien picaduras. Ya no uso el repelente. Sólo una pomadita para después del picotazo, que no sé si realmente me alivia o no, pero que cuando menos calma la ansiedad que me produce descubrir cada nuevo ataque. Mejor no pensar en lo que te pueden “regalar” (leishmaniosis, fiebre de Chagres, la papatasi…)

No es el momento, pero de repente me acuerdo de Tintín y sus aventuras a lo largo del mundo acompañado de Milú y del Capitán Haddock gritando (como insulto desconocido a los profanos en el tema) a todas horas “¡Flebótomo! ¡Flebótomo!”. Y es que el jején es un Phlebotomus, de la familia Psychodidae, unos guindillas, vamos.

Se acabó el navegar y nuevo comienzo en la selva. Esta vez hablan los machetes, abriéndonos el duro y pegajoso camino. En realidad no sé cómo el Patrón y Rubén pueden orientarse. En otro viaje, pienso, me traeré un compás (una brújula náutica). El caso es que una hora y poco más después, somos recibidos por un grupo yanomami que viene a recogernos. No les saco parecido a los Piaroas, ni a los Panares y son extremadamente amables. Un alto en el camino para capturar algo parecido a una capibara (que seguro compondrá parte de nuestro menú de los próximos días) para finalmente llegar al enorme Shabono situado en mitad de la espesura.

¡Por fin estamos con los hijos de la Luna!

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El Amazonas y el Orinoco son dos destinos que siempre han estado presentes en la mente de cualquier cineasta.
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Patxi Grande
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